Estábamos ahí, esperando a un Uber que parecía muy poco comprometido con pasarnos a buscar, haciendo una ruta ilógica con la única intención de que canceláramos el viaje (supongo).
Estábamos ahí parados, esperando, sin mucho más que decirnos, cuando apareció un furgón blanco y se estacionó frente a nosotros.
Del asiento del conductor bajó un hombre mayor, delgado y canoso, y abrió el capó del vehículo. Lo mirábamos con atención y en silencio, porque estábamos aburridos de esperar y no había nada mejor que hacer. Pero desde donde estábamos parados no era mucho lo que se veía: un par de piernas, media espalda, el capó levantado.
Lo mirábamos como implorando que hiciera/pasara algo que matara el aburrimiento, que se empezaba a volver incómodo. Hasta que de repente el hombre mayor bajó el capó y subió a la vereda.
Llevaba la batería del furgón en las manos.
Supongo que sintió nuestra mirada curiosa, porque se dio vuelta a donde estábamos y se excuso gritando:
«Está muy mala la cosa».
Y siguió caminado, probablemente a su casa.